Quienes crucen la esquina de Lacret y Juan Bruno Zayas y avancen por la senda derecha hacia General Lee, en el corazón de Santos Suárez, encontrarán su nombre y algo más inscritos sobre un bloque de piedra. Es poco, ciertamente, para quien fue un auténtico héroe, un mártir que debería ser rescatado del olvido.
El 28 de junio de 1958, a las tres de la tarde, cuando él pensaba ver a un amigo, enfrentó a Esteban Ventura y a su pandilla de asesinos. Lo que debía haber sido un último contacto clandestino se convirtió en su combate final, víctima de una cobarde trampa del peor verdugo de la juventud habanera.
En esos días Andrés estaba a la espera de su traslado a la Sierra Maestra para continuar la lucha fuera de los peligros que para él significaban su presencia en la capital. Esa tarde era uno de los combatientes más buscados por los cuerpos represivos.
Militante de la Sección estudiantil del Movimiento 26 de Julio se caracterizó siempre por su integridad moral, la seriedad de su carácter, su modo sereno de afrontar cualquier riesgo y su capacidad de sacrificio. Organizó y guió a los alumnos de la Universidad Masónica, integró la dirección del Frente Estudiantil Nacional (FEN) y tuvo una destacada participación en la huelga estudiantil que iniciada en febrero paralizó todos los centros de enseñanza de la capital hasta mayo de 1958.
La terrible derrota del 9 de abril colocó a los sobrevivientes ante una situación límite. Habíamos perdido a muchos de los mejores compañeros, buena parte de las estructuras clandestinas había sido desmantelada, cundía la dispersión y el desánimo y la tiranía intensificaba la persecución y el terror. Lo más urgente, difícil y riesgoso, era reconstruir nuestro aparato militar revolucionario, las Milicias del M-26-7. A esa tarea se dedicó en cuerpo y alma uno de sus principales jefes, el capitán Andrés Torres Rodríguez. Tanto que, en junio, la policía lo buscaba frenéticamente por todas partes. Su situación era insostenible. Se tomó, entonces, la decisión de enviarlo a la Sierra.
Una de las peores consecuencias del desastre de abril fue que a partir de ese momento se produjo un repliegue de los sectores burgueses que habían colaborado con el movimiento cuando la victoria parecía cercana. Desde entonces y hasta el final se volvió muy difícil conseguir ayuda, casi imposible recibir refugio, especialmente para los compañeros más perseguidos.
Gracias a un sacerdote católico, sin embargo, hallamos a quienes estuvieron dispuestos a jugarse la vida dando protección a Andrés. Era una pareja de jóvenes recién casados por ese cura y que habitaban un pequeño apartamento próximo a Lacret y Juan Bruno Zayas.
Ellos me avisaron esa tarde, angustiados. Andrés les había dicho que iba a encontrarse con alguien – un miserable traidor – a poca distancia y volvería enseguida. Minutos después escucharon la horrible balacera.
Llorando, con manos temblorosas, me entregaron una carta que Andrés había terminado de escribir poco antes. Una carta triste, lacerante. Entre otras cosas decía: “Yo y cientos de jóvenes como yo estamos huyendo, algunos han ido a prisión, otros torturados, otros en el exilio y gran parte de nosotros muertos y que a ninguno de nosotros nos importa la vida… dentro de breves días estaré rumbo a la Sierra Maestra para ponerme a las órdenes de Fidel Castro.”
No pudo llegar a la Sierra. Tampoco regresó a su refugio. Tenía 19 años de edad.
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