EL ÚLTIMO GRAN JUEGO DE TAKAPSICAPI Tal y como lo había anunciado una vieja
leyenda, Wasichu arribó a las Grandes Llanuras tardíamente, después de haber
destruido a muchas otras naciones y pueblos originarios de América del Norte.
Llegó por el sur, por el este y por el oeste. Vino montado en lo que parecía un
alce gigante, aunque el animal no tenía astas, y su rabo era hermoso como la
cabellera de los guerreros indígenas más valientes. Wasichu trajo en una mano
un palo de fuego y en la otra, una cruz. Portaba un sombrero negro alto y
largo. Su labio superior y su mentón estaban cubiertos de pelo amarillo. Su
piel era pálida y sus ojos, azules y tenía piernas muy largas, como si
estuvieran hechas para caminar pisoteando a otras personas. Parecía una araña
segadora, como el daddy longlegs de las praderas. De su boca
salían sonidos ásperos, imposibles de comprender.
Iktome, el mitológico mensajero indígena de las malas noticias, bajó de las
nubes y abandonó la forma misteriosa de La Araña para difundir entre todos los
pueblos de las Grandes Llanuras –lakotas, dakotas, arapahoes, crows, shoshones
y pawness– la noticia de que Wasichu finalmente había llegado. Los pueblos
indomados de las llanuras hablaban idiomas distintos, incomprensibles entre sí.
Pero Iktome, que era mensajero mágico, podía hablarlos todos con facilidad y
viajó de pueblo en pueblo expresándose en cada lugar en el idioma
correspondiente. Lo primero que les dijo a todos fue que Wasichu era muy
parecido a él, un ser embaucador y mentiroso. Sabía pasarse de listo y actuaba
con mucha malicia, pues sus largas piernas estaban llenas de conocimiento y
avaricia. Wasichu traía, además, cuatro cosas invisibles de las que los pueblos
originarios podían y debían cuidarse esmeradamente: las enfermedades mortales,
el odio, los prejuicios y la crueldad. No obstante, entre Iktome y Wasichu
había algo distinto. Iktome era un ser mitológico que mágicamente adoptaba la
forma externa del cuerpo humano al bajar de las nubes. Allá en los cielos era
siempre La Araña. Acá en la Tierra era el fabuloso Hombre Araña de los
indígenas sioux. Wasichu, sin embargo, era un mero ser humano, un ser mortal.
Su nombre no describía poderes sobrenaturales, sino una actitud ante el mundo:
la de apoderase egoístamente de toda la riqueza. Wasichu era, y todavía es, el
hombre que consume egoístamente la grasa de la tierra, el que se lo come todo.
Quizás algún día lejano podría cambiar sus actitudes –había dicho Iktome– pero
al menos en el momento de su llegada a las Grandes Llanuras, Wasichu
representaba una nueva generación, un hombre nuevo y toda una nueva nación
desprovista de sabiduría natural. Wasichu se movía por todas partes lentamente,
dejando huellas de su capacidad destructiva y de su sordera ante el lenguaje de
las hierbas, los animales y los árboles. El resultado sería, al menos
temporalmente, la destrucción de las Grandes Llanuras y el ocaso de los pueblos
originarios.
En cuanto cumplió su misión de emisario de malas noticias, Iktome encogió su
cuerpo humano en una bola de la que salió una araña gigante. Acto seguido, cayó
del cielo una hebra de hilo plateada, que usó para subir a las nubes y
desaparecer. Pero Wasichu, astutamente, no se mostró a un tiempo ante todos los
pueblos originarios de las Grandes Llanuras. Al fin y al cabo, estas últimas se
extienden desde la frontera de Canadá al norte, hasta el río Grande al sur,
comprendiendo millones de acres de terreno en la región central de Estados
Unidos. De las tribus aún indómitas, los comanches (descendientes de los
shoshones) fueron los primeros en enfrentar la brutalidad y crueldad de
Wasichu, en los estados que hoy se conocen como Texas y Oklahoma. Por eso,
mientras él tardaba, a paso lento, en llegar a las regiones norteñas de las
Grandes Llanuras, no faltó, ni siquiera entre los indígenas sioux, quienes
dudaran momentáneamente de las advertencias de Iktome. Los distintos pueblos
fallaron en no actuar como uno. Destruidos los comanches (los grandes guerreros
de las Llanuras del Sur) enfiló su curso hacia el norte. Allí llegó en plena
primavera, cuando florecían las hierbas en el campo y en la noche las estrellas
se reflejaban unas en otras. Se presentó en la mañana. Dos mujeres sioux que
recogían capulines lo vieron llegar envuelto en una niebla oscura. Wasichu sacó
de su abrigo algo duro y transparente que parecía servirle de envase de agua y
les ofreció de tomar. El líquido cristalino les quemó las gargantas y sus
cabezas empezaron a flotar. Era mini wakan, el agua que enloquece. De su ropa,
saltaron enfermedades invisibles que pronto llenaron de pústulas la piel de las
mujeres. Las indígenas no tardaron en morir. Así fue, según la historia oral,
que todo el mundo vino a reconocer finalmente la llegada de Wasichu. Un hombre
nuevo, una nueva nación, había arribado a las Grandes Llanuras. Todo habría de
cambiar, al menos por un tiempo…
Desoyendo las advertencias de Iktome, el 13 de julio de 1852, millares de
indígenas dakotas se dieron cita en la confluencia de los ríos Mni Sota Wakpa y
Haha Wakpa, en el corazón mismo de las Llanuras del Norte, para honrar a
Wasichu con una competencia de takapsicapi o juego de palo y bola. Por cientos
de años, el takapsicapi se jugó del mismo modo entre las bandas y comunidades
originarias de la región. Dos equipos de al menos 100 jugadores y jugadoras se
disputaban el control de un pequeño nudo de madera en forma de bola, llamado tapa.
La regla inviolable era que no podía tocarse con la mano, sino cargarse en el
aro de un palo fino, llamado takapsicapi. El aro estaba provisto de una suave
malla hecha de piel de animal y, de ser necesario, el duro nudo de árbol podía
lanzarse al aire, de un jugador a otro. Se jugaba en la pradera abierta, en
lugares naturalmente llanos y colindados por ríos, arboledas y lagos. El área
de acción era rectangular y medía al menos 1,2 kilómetros de largo por 0,8 de
ancho. En los extremos más distantes se demarcaban dos líneas, que servían de
objetivos. Para ganar, un equipo tenía que atravesar el lado adverso cargando
la bola en la pequeña malla, que no era mayor que la propia mano del jugador o
jugadora.
El takapsicapi siempre tuvo una diversidad de significados para la cultura y la
sociedad dakota. Todo, desde el diseño de los palos del juego, hasta la
preparación física y mental de los participantes, era pieza de una relación
espiritual con el Gran Espíritu. Sin negar su alta función de entretenimiento,
el takapsicapi era un acto ceremonial en que se integraba toda la comunidad,
jugando directamente o asistiendo a los jugadores. Los juegos más cortos duraban
tres o cuatro días, sin incluir el tiempo de los elaborados actos de
preparación; los más largos, meses enteros. Como en la cultura dakota todo
guarda una relación espiritual directa con la Madre Tierra (Ina), se jugaba,
por lo general, en los meses de verano, cuando se había completado la caza de
bisontes y venados y cuando la agricultura rendía sus frutos. En no poca
medida, era una celebración del ciclo de vida. Para mediados del verano, las
distintas bandas dakotas se aseguraban de haber creado precisamente las
condiciones para sobrevivir el invierno. La primavera era época de caza y
cosecha de arroz, de maíz, papas y frutas. En los meses de luna
caliente, todas las bandas de indígenas trabajaban, pues, en secar los
alimentos y coordinar su distribución para el consumo posterior en el duro
invierno de las Llanuras del Norte. Sí, Takapsicapi era una celebración de las
bendiciones de Wakan Tanka, el gran espíritu creador del universo. Pero,
además, era el principal mecanismo regulador de las relaciones sociales entre
las distintas bandas y grupos de indígenas. El uso común de la tierra,
particularmente para la caza de bisontes y venados, no estaba exento de
conflictos, especialmente en períodos de carestía y climas extremos.
Takapsicapi era un modo de afirmar la unidad étnica, económica y social de la
nación dakota, de solidificar, incluso por medio de matrimonios, lo que unía a
las bandas. También era un modo de evitar los conflictos armados.
Durante las celebraciones del juego, cada banda escogía a sus guerreros más
hábiles, a los jóvenes más espiritualmente inquietos, y les dejaban medir el
poder y la fuerza relativa de cada grupo. Nadie podía negarse a ser parte de la
competencia, pues esta era, como en los tiempos de la antigua Grecia, un ensayo
o advertencia de guerra. Era una prueba extraordinariamente física y violenta.
Vestidos con tan solo taparrabos y mocasines, los guerreros se decoraban
hermosamente y parecían dotados de un poder sobrenatural. Se cubrían todo el
cuerpo de diseños magníficos y de figuras que simbolizaban las fuerzas
dominantes de la vida natural, los rayos, el sol, las estrellas y los animales
más hábiles y veloces. De pelo de caballo, se hacían rabos hermosos que
colgaban de la parte posterior del taparrabo; de plumas de aves veloces, se
adornaban la cabeza; de alas de murciélagos, ataviaban sus instrumentos de
juego. Previo al encuentro con los adversarios, se entregaban a largos períodos
de adiestramientos extremos: no consumían alimentos, vomitaban todo lo que les
quedaba en el estómago y se dejaban flagelar con instrumentos de martirio
dotados de dientes de las serpientes más nocivas al ser humano. El takapsicapi
era lo más cercano a la guerra, sin llegar a ella. No era juego de cobardes ni
mentirosos. Era, según la mitología de los indígenas, el «hermano menor de la
guerra». Por él se medían las consecuencias funestas de un posible conflicto
abierto entre las bandas. Pero también se consagraban, en la memoria colectiva
y tradición oral, las reglas y acuerdos temporales de convivencia y uso común
de los recursos de la Madre Tierra en todo el territorio de Mni Sota Makoce. En
el invierno, cuando llegaba la dureza del frío y los fuertes vientos, las
bandas tenían que ser fieles a la palabra empeñada en las celebraciones y a los
acuerdos que se establecían en el verano. El takapsicapi era un juego de honor
entre guerreros que protegían a sus comunidades. Lo otro era la guerra abierta
entre hermanos. Wowicake –la honestidad con uno mismo y la comunidad entera–,
era el código de honor que definía al juego dakota del palo y la bola.
Sea como sea, la profecía de Iktome no tardó en cumplirse. Tan pronto llegó a
las Praderas del Norte en la tercera década del siglo XIX, Wasichu alteró los
nombres de los ríos, montañas y personas. A la región de América del Norte,
milenariamente ocupada por los dakotas, la llamó en adelante Territorio de
Minnesota, en lugar de su nombre sagrado, Mni Sota Makoce (el lugar en que los
lagos reflejan el azul del cielo). Madre Tierra, Ina, devino un objeto sujeto a
la codicia de Wasichu. A Haha Wakpa también le cambió el nombre, llamándolo río
Mississippi; a Mni Sota Wakpa, río Minnesota. Takapsicapi devino lacrosse.
Iktome tenía razón: Wasichu era un ser engañoso y avaro.
Wasichu, sin embargo, fue más allá y alteró el significado de takapsicapi para
las bandas dakotas que habitaban Mni Sota Makoce. Prohibiendo –por la fuerza y
con la cruz– toda interpretación espiritual y mística del juego lo convirtió en
mero entretenimiento. Takapsicapi dejó así de ser una ocasión en que se
estructuraban autónomamente los acuerdos de las bandas indígenas, concernientes
al uso común de la tierra durante las estaciones del año, para ser un evento
calculado y frío, bajo la tutela e intromisión del invasor blanco. De hecho,
Wasichu exigió ser parte rectora de todos los acuerdos entre las bandas y
naciones indígenas de Mni Sota Makoce, un territorio de 225,118 kilómetros
cuadrados al oeste de Gichigami (lago Superior). En adelante, el takapsicapi no
se jugaría para honrar al Gran Creador del universo, sino para entretener al
invasor euroamericano y confundir a los pueblos originarios. Lo que faltaba era
que Wasichu se comiera toda la grasa.
TRATADOS Y DEUDA
Así sucedió. Entre 1840 y 1851 Mni Sota Makoce se vio invadida por una gigantesca
oleada de inmigrantes euroamericanos codiciosos de sus extraordinarios recursos
naturales, que entonces eran descritos con fascinación en las páginas de los
diarios de Boston, Nueva York y Chicago. Hasta la medicina de la época declaró
al clima de Mni Sota Makoce «la cura más efectiva para el mal de consumo», que
era como se conocía entonces la enfermedad de tuberculosis. Sus aires puros,
sus paisajes hermosos y sus 10 mil lagos que reflejaban diáfanamente el azul
del cielo, se convirtieron en objeto de poemas e historias famosas que
recorrían los centros urbanos más lejanos. Sus inmensos bosques parecían
contener una fuente inagotable de las maderas más finas, y las pieles de sus
bisontes vestían a las damas más elegantes de Francia. En los teatros de la
época se presentaban sus paisajes por medio de la recién desarrollada técnica
de visualización panorámica, en que una secuencia de pinturas
naturalistas inmensas giraba alrededor de la audiencia sentada, al modo como se
ven moverse las estrellas en la bóveda de un planetario.
Cuando los primeros exploradores cruzaron el río Haha y vieron la riqueza
natural de la región proclamaron que habían dado con el «paraíso de los
indígenas», p or la plétora de alces, ciervos, lobos, castores y, por supuesto,
bisontes. Además, estaban los lagos de aguas cristalinas y abundantes peces,
los cuantiosos árboles de arces repletos de siropes dulces y los interminables
pantanos de arroz silvestre. La falta de proporción entre proteínas y
carbohidratos en la dieta, que tantos efectos nefastos causó a los comanches
–la nación más pura de cazadores de todas las Grandes Llanuras– era inexistente
en Min Sota Makoce a principios del siglo XIX . Los dakotas no conocían ni las
hambrunas extremas ni el ajoro permanente que habían dominado la antropología
de otros pueblos a través de la historia de la humanidad. Era el reino del
excedente natural.
Como todo pueblo antiguo en contacto con abundantes recursos naturales, los
dakotas disponían de tiempo libre. Pero no era al takapsicapi lo único en que
se ocupaban. También se dieron a la reflexión sobre el origen del universo, con
una creatividad enorme. Rodeados de lagos por todas partes, construyeron una
ontología maravillosa de divinidades acuáticas, que se transportaban de un
cuerpo de agua a otro, nadando por ríos y sociedades subterráneas. En el
vientre de Kunsi Maka (Abuela Tierra) se originó todo lo material, por la
acción de Unktehi, un poderoso espíritu sumergido en los ríos y lagos. Los
dakotas parecían filósofos griegos extraviados en el corazón de América del
Norte. Conocían las estrellas con la exactitud que conocían las montañas, los
árboles, la tierra y la vida silvestre; e integraban todo en una cosmovisión
primorosa, que aceptaba la muerte con la excitación con que se acepta la vida.
El alma humana llegaba de las siete estrellas más grandes del cielo, por la
ruta de Canku Wanagi (Vía Láctea), y a ella regresa al sobrevenir la muerte,
que no era sino el paso de una forma de existencia a otra. Por eso, se referían
a sí mismos como Wicanhpi Oyate, la gente de las estrellas. Sus divinidades
estaban presentes en todo lo que los rodeaba, como el Numen de los griegos.
Construyeron montículos para venerar sus muertos y rechazaron toda separación
tajante entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Contrario a los otros
miembros del Consejo de Siete Fuegos, a los lakotas y nakotas, que eran sus
primos, rechazaron la especialización social y económica. En el invierno eran
cazadores de bisontes y ciervos; en el verano, practicaban la agricultura de
recolección de frutas y legumbres, así como la pesca. Durante las lunas frías
eran nómadas; en las calientes, sedentarios. El caballo, animal que definió a
la cultura sioux de las Grandes Llanuras luego de la llegada de los españoles,
nunca jugó un papel central en la idiosincrasia dakota. A lo sumo, el equino
era medio de transporte; no instrumento de guerra. La imagen del gran guerrero
montado, definitoria de la nación sioux a la que pertenecían por lazos de
sangre y lingüísticos, les era en parte indiferente. Se transportaban por toda
Mni Sota Makoce en canoas hermosas construidas de cortezas de árboles y troncos
tallados a la perfección. Eran marineros en un océano de lagos unidos por ríos
fantásticos, como el Mni Sota Wakpa, cuyas aguas heladas solo eran navegables
en la primavera, pues se nutría exclusivamente de nieve derretida con los
primeros vientos cálidos de marzo y abril. Violentaron, sin saberlo, la ley
sociológica de que para ser feliz hace falta la modernidad. Su cultura era muy
parecida a la de sus primos lejanos, los taínos de El Caribe, pues eran no
tanto dóciles como pacíficos. En un enfado, respondían; pero gustaban más de la
tranquilidad y el sosiego, que de la guerra. Idolatraban las cascadas de agua;
no las flamas del fuego.
Siguiendo la tradición, el Gran Juego del 13 de julio de 1852 fue precedido por
tres días de intensos preparativos. Emisarios dakotas viajaron por toda Mni
Sota Makoce, llevando regalos de hojas de tabaco y convocando a todas las
bandas para que participaran en la competencia. Se vaticinaba un juego de días
de duración, en que se auguraban apuestas magníficas de toda clase de
productos. No faltó tampoco la invitación de cortesía a los adversarios
ojibwes. Pero ya en 1852 Mni Sota Makoce no era lo que había sido tan solo diez
años atrás. Los bosques estaban devastados como resultado de la demanda de
madera para las vías de ferrocarriles y la expansión urbana. Los bisontes
escaseaban debido a la incesante producción de pieles y correas industriales
por la American Fur Company, el monopolio más grande que había existido hasta
entonces en el país. Las tierras más fértiles habían sido acaparadas con
avaricia por los productores de trigo, un cultivo desconocido por los
habitantes de las Planicies del Norte. La nación dakota, cuyas condiciones de
vida y ocio provocaron en su día la envidia de los exploradores más instruidos,
devino una masa indistinta de indígenas mendigantes y harapientos. Daba pena
ahora verlos limosneando ante los invasores acabados de llegar, implorando
dinero para comprar una botella de mini wakan. La mayoría cayó en la
dependencia y endeudamiento con los comerciantes de alimentos y pieles, para
poder sobrevivir el duro invierno de las Praderas del Norte. Recibían productos
comestibles en el verano, a cambio de promesas de pago con pieles a ser entregadas
por ellos en la primavera. La tasa de intercambio y los intereses eran fijados
arbitrariamente por los traficantes de pieles. Las categorías mercantiles y
usureras, que nunca formaron parte de la vida del pueblo dakota, lograron ahora
dominar todo el entorno social y económico de los indígenas, desintegrando
rápidamente los nexos comunitarios.
El 3 de julio de 1852, el Wasichu observó desde lejos las ceremonias y el
encuentro deportivo con que los indígenas lo homenajeaban. No es solo que el
takapsicapi le resultaba un juego incivilizado y falto de reglas fijas. Es que
temía, ante todo, que los participantes descubrieran su naturaleza engañosa, su
lengua bifurcada. Efectivamente, apenas un año atrás, amparado en su
ostensible fuerza militar, el invasor blanco había convocado a todas las bandas
dakotas de Min Sota Makoce para que firmaran un tratado que vendría
supuestamente a resolver la penuria en que estaban ahora sumidas. Cierto es que
entre este y los indígenas de las Praderas del Norte existía ya una cierta
historia de convenios y pactos. Por ejemplo, en 1805 varias de las bandas
indígenas y sus jefes cedieron 207,360 acres de terreno para la construcción de
puestos militares por el ejército de Estados Unidos, recibiendo a cambio 200
dólares, alguna mercadería y 60 galones de whiskey y, en 1837, firmaron un
tratado cediendo todas las tierras al este del río Haha Wakpa a cambio de un
millón de dólares, que nunca recibieron. Pero lo que Wasichu tenía en mente en
1851 era algo cuantitativa y cualitativamente muy superior a todo arreglo o
convenio anterior. De lo que se trataba ahora, era de conseguir que los dakotas
cedieran formalmente más de 24 millones de acres de las tierras más fértiles de
América del Norte a cambio de 2 millones de dólares en monedas de oro.
Ya para 1851 la nación dakota estaba en una situación de creciente precariedad
social y económica, como resultado de la desaparición de los bisontes y el
acaparamiento de los recursos naturales por los invasores blancos. También
estaba bajo el yugo cada vez más asfixiante del endeudamiento con los
comerciantes de pieles y comestibles. Por primera vez en la historia milenaria
los dakotas conocieron las hambrunas, la depauperación y la desesperanza. Esto
se facilitó, en no poca medida, por la naturaleza no castrense de las bandas de
indígenas en Mni Sota Makoce, que nunca representaron una fuerza de resistencia
comparable a los guerreros lakotas o cheyennes, al oeste de la región. De
hecho, una parte de los 24 millones de acres a ser «comprados» en 1851 ya
estaba, en realidad, en manos de los intereses madereros, los ferrocarriles y
los agricultores de trigo. ¿Por qué entonces los convocaron a la negociación de
un tratado, cuyos objetivos territoriales en no poco grado ya habían
conseguido? La razón de esta política siniestra tiene que ver más con el Acta
Federal de Remoción Indígena de 1830, que con la situación interna de
Mni Sota Makoce.
La Constitución de Estados Unidos (Artículo 1, Sección 8, Cláusula 3) da al
Congreso el poder de reglamentar el comercio con los indígenas y proclama la
supremacía de los tratados con ellos. En 1830, buscando dar articulación a la
política racista de «destino manifiesto», el presidente Andrew Jackson firmó el Acta
de Remoción Indígena. Esta legislación federal, cuyo contenido económico
merece una consideración especial, enlazó la expansión territorial de la joven
nación burguesa con los intereses mercantiles y bancarios dominantes en la
época. En esencia, el Acta de 1830 autorizaba al presidente a
canjear con los indios porciones de terrenos al este del río Mississippi por
terrenos en el margen oeste del importante cuerpo de agua. Se trataba, pues de
extender progresivamente el área de dominio absoluto por la población blanca,
mediante la expulsión de los pueblos originarios de las regiones ya pobladas
por invasores.
El lenguaje del Acta hace una distinción muy sutil que vendría
a conformar toda la legislación federal pertinente a sus colonias internas
hasta hoy en día. La tierra a ser «entregada» a los indígenas tenía que
pertenecer a Estados Unidos, pero no podía ser parte aún de la nación imperial.
Para los efectos de la ley, el Gobierno Federal no tenía jurisdicción para
asignar terrenos pertenecientes a los estados o territorios ya organizados. La
idea de intercambiar terreno por terreno ciertamente resultó muy atractiva para
los intereses latifundistas del país, incluidos los estados esclavistas que
apoyaron a Jackson. Sin embargo, de lo que se trataba aquí también era de crear
las bases para una sociedad capitalista, regida por el mercado y sujeta a
relaciones monetarias. Fue por eso que en una parte oscura del Acta se
incluyó lenguaje –supuestamente a elección de los indígenas– que el intercambio
podía ser de terrenos por dinero «contante y sonante». Así quedaba cimentada a
nivel nacional, y sobre las espaldas de los pueblos originarios, una alianza
entre los estados esclavistas del sur y los mercaderes del norte.
En la leyenda, Iktome advirtió a los dakotas de que Wasichu era un ser
embaucador y falsario. Para comprender a fondo el significado de cada sección
del Tratado de 1851 se requiere, aún hoy, no olvidarse de esta
admonición. Conforme a la letra del documento firmado por los dakotas, a cambio
de los 24 millones de acres, estos recibieron dos beneficios. Primero, el uso
exclusivo de un pedazo de terreno no mayor de 16 kilómetros de ancho a cada
lado del río Minnesota, por una extensión de 225 kilómetros. El problema es que
esta franja de terreno, menor de 2 millones de acres, era precisamente el lugar
en que vivían los dakotas en las temporadas de verano. Allí tenían sus casas
permanentes y allí estaban al momento de firmar el convenio. Ni siquiera se
trataba, entonces, de un intercambio de 24 millones de acres por alguna porción
de territorio no incorporado de Estados Unidos. Lo que el acuerdo hizo, en
realidad, fue excluir a los dakotas del acceso al terreno en que cazaban y
recolectaban frutas y legumbres, creando una reservación dentro de las
fronteras de Minnesota. Segundo, que sus tierras se cotizaran para la venta en
aproximadamente 2,0 millones de dólares en moneda metálica, que era el único
medio de circulación confiable en la época. Pero, según prescribía el Artículo
3 del Tratado, los 2,0 millones de dólares no se desembolsaron a
los indígenas, sino que fueron mantenidos en trust por el
Gobierno Federal para el «beneficio» de los pobladores originales del lugar. La
idea era, al menos en papel, que los dakotas recibieran anualmente el
equivalente de un interés de 5% sobre la suma total, por un período de
cincuenta años.
¿Cuántos desembolsos anuales recibieron los dakotas, después firmado el acuerdo
de 1851? El tema de las anualidades, quizás más que ningún otro, ejemplifica la
naturaleza perversa del Wasichu, el que se come toda la grasa. Buscando minar
la cohesión social de los pueblos primarios, el congreso Estados Unidos
determinó en 1847 que los pagos bajo el Acta de Remoción se
hicieran a los indígenas, en calidad de individuos, y no a los jefes de las
bandas.
Tampoco se podían hacer a terceras personas, salvo que mediara una dispensa del
presidente y a solicitud de los beneficiados. Así se establecían laxos de
dependencia y manipulación con las agencias federales en las reservaciones.
Pero ello se convirtió en 1851 en un obstáculo para los invasores blancos.
¿Cómo interceptar los pagos de las anualidades sin violar la ley federal? Una
anualidad equivalente al 5% de interés sobre 2 millones de dólares no era poca
cosa, ni entonces ni ahora. La solución estaba ya comprendida en la definición del
problema: el Gobierno tenía que obtener una petición de los indígenas para que
los pagos fueran a dar, sin transición alguna, a manos de los intereses
comerciales, agrícolas y madereros que impulsaron la organización el territorio
en 1849. Y así lo hizo. El mismo día en que asintieron a los términos del Tratado de
1851, los líderes dakotas firmaron, sin saberlo, la mencionada petición. Ningún
indígena recibiría porción alguna de los desembolsos hasta que no se
descontaran antes las deudas contraídas con los blancos invasores. ¿Qué deudas?
Pues, las que el Wasichu se inventó en 1851 y a través de los años. Forzados
por la hambruna que provocó la desaparición de los bisontes, así como el
acaparamiento general de recursos por los nuevos pobladores, los dakotas
terminaron endeudándose con los comerciantes de pieles y bienes comestibles.
Sin noción financiera alguna, firmaban notas de pago por mercancías que nunca
recibieron o que estaban sobrevaloradas en el papel. Peor aún, accedían a que
sus transacciones de crédito con la American Fur Company se cotizaran, no por
el valor real de los bienes recibidos (más un interés razonable), sino por
endeudamientos desproporcionados y, en su mayor parte, ficticios. A un año de
firmado el Tratado de 1851, los dakotas estaban sin tierra, sin comida y sin
dinero, completamente desamparados en la tierra encantadora que los vio nacer.
Lo que les esperaba, sin embargo, era mucho peor. En 1858 Minnesota fue
admitido como estado de la nación imperial. Henry H. Sibley, quien actuó como
el principal representante del Gobierno en las negociaciones de 1851, fue
electo gobernador. Él mismo era uno de los comerciantes más ricos del
territorio incorporado. A su reclamación, el senado federal redujo
unilateralmente en 1858 la franja de los dakotas a tan solo en 16 kilómetros en
la ribera sur del río Mni Sota Wakpa. La porción de terreno del norte se añadió
a los 24 millones de acres ya robados. Como celebración de la
llegada de la estadidad, toda la población indígena se vio forzada a sobrevivir
en adelante del consumo de desechos y de la misericordia de algunos blancos.
Mientras todo lo anterior ocurriría, Minnesota, el antiguo paraíso de los
dakotas, se convirtió en una de las regiones de desarrollo más intenso de la
agricultura capitalista en Estados Unidos. El estado fue invadido por miles de
inmigrantes euroamericanos que buscaban beneficiarse de la Homestead
Act de 1862, que otorgaba título de propiedad a los nuevos habitantes
de los terrenos robados a los indígenas. El trigo era una de las mercancías de
consumo personal en mayor demanda en los centros industriales del este del país
y Minnesota tenía algunas de las tierras más adecuadas para la producción de
ese grano en el mundo entero. Los especuladores de Wall Street comenzaron a
negociar con los títulos de propiedad sobre tierra virgen en las Praderas del
Norte. Entre 1854 y 1857, como antesala a la estadidad, más de 5 millones de
acres de la tierra más fértil del territorio habían pasado de manos de unos
especuladores a otros, inflando más allá de lo imaginable las ganancias de los
millonarios y los bancos de Nueva York, Boston y Chicago.
Acorralados en un área de 1,400 kilómetros cuadrados, sin acceso a sus medios
tradicionales de vida y sin el dinero prometido, los dakotas se rebelaron
espontáneamente en agosto de 1862. Aunque numéricamente mayor que los pobladores
blancos, el pueblo originario de Mni Sota Makoce no tenía la capacidad de lucha
de los guerreros lakotas, y estos estaban muy lejos para poder socorrerlos. La
rebelión duró apenas ocho semanas. Cientos de luchadores dakotas fueron
masacrados por el ejército de Estados Unidos y sus modernos cañones Howitzers,
entre agosto y octubre de 1862. Sibley, quien recibió un nombramiento
provisional de general de las fuerzas armadas estadounidenses, ordenó el
arresto y encarcelamiento de toda la población indígena, incluidos mujeres,
niños y ancianos. La confluencia de los ríos Haha Wakpa y Mni Sota –lugar en
que, según la mitología dakota, sus almas llegaron de las siete estrellas más
grandes del universo– fue transformado en una aterrador campo de concentración de
personas indefensas. Allí, Sibley implantó un régimen de trabajo forzado
infernal, en que los niños y ancianos dakotas sembraban legumbres y las mujeres
indígenas atendían las necesidades de los soldados de Fort Snelling. Los únicos
alimentos que recibieron del ejército fueron galletas para los niños y pan para
los adultos, pero siempre en cantidades limitadas. En poco tiempo brotó una
epidemia de sarampión, que los sioux atribuyeron directamente a la comida.
Después de 300 muertes infantiles, muchas madres indígenas optaron por
desmenuzar cuidadosamente los excrementos de los caballos militares para así
obtener granos de maíz parcialmente digeridos con los cuales alimentar a sus
hijos.
LA TIERRA NO PROMETIDA
José Martí solía decía que al vil se le conoce en que abusa de los débiles.
Efectivamente, la saña de Wasichu no se satisfizo ni con las masacres de
luchadores indígenas ni con la esclavización de familias enteras de dakotas. El
26 de diciembre 1862, mil quinientos soldados estadounidenses fueron movilizados
al poblado de Mankato, Minnesota, para hacer cumplir una orden firmada por el
presidente Lincoln condenando a muerte a 38 indígenas rebeldes por los eventos
que hoy se conocen como la Gran Rebelión Sioux de 1862. Periodistas de todas
las ciudades importantes fueron invitados para ser testigos de la ejecución en
masa más grande que ha visto Estados Unidos. Algunos diarios, como el New York
Times, describieron en detalle todo lo ocurrido. En el medio del pueblo se
construyó una plataforma gigante capaz de sostener simultáneamente 38 sogas
colgantes para el ahorcamiento. Más de 5,000 pobladores blancos de la región,
incluso mujeres y niños, se dieron cita en Mankato para celebrar con júbilo la
muerte de los guerreros dakotas. El momento más dramático ocurrió
inmediatamente antes de que el verdugo operara el mecanismo de la plataforma
descendiente. Cubiertas sus cabezas con capuchas, los condenados comenzaron uno
a uno a decir sus nombres, mientras trataban de agarrarse de manos, para así
«caminar a la otra vida junto a sus compañeros». El ejército no permitió
presencia alguna de familiares de los condenados ni oportunidad de duelo. Los
cadáveres fueron enterrados inmediatamente en una fosa común, a las afueras del
pueblo. Por la noche, como si fuera un capítulo de la novela de la joven Mary
Shelley, sus cuerpos fueron saqueados para vender algunas partes como trofeos,
y otras, para experimentos de todo tipo. Uno de los más beneficiados del
ultraje de los cadáveres fue el Dr. William Worrall Mayo, médico militar,
cómplice del asesinato de indígenas y fundador de la famosa clínica que lleva
su nombre. Un Frankenstein de la vida real…
Lo que Wasichu buscaba, sin embargo, no era solamente sangre, sino ante todo
riqueza material. Así, en febrero y marzo de marzo de 1863, el recién fundado
estado de Minnesota, una de las dictaduras raciales más sanguinarias que ha
existido en la historia de la humanidad, logró que el Congreso de Estados
Unidos aprobara tres medidas sin precedentes a su favor. La primera fue el Acta
de Abrogación del Tratado de 1851, que despojó a los dakotas del remanente
de terrenos en sus manos (la franja de 16 kilómetros al sur del río Mni Sota
Wakpa) y lo transfirió a los invasores blancos. La segunda, el Acta de
Ayuda a las Víctimas de la Rebelión Sioux de 1862, que asignó al nuevo
gobierno las anualidades adeudadas a los sioux para asistir a las «víctimas» de
los dakotas. Tercero, el Acta de Remoción de los Sioux-Dakota, que
autorizaba el exilio forzado de todos los habitantes de ascendencia indígena
residentes aún en el estado.
Como si se tratara la parte final de un libreto de terror, e l ejército de
Estados Unidos apiñó a cerca de mil niños y mujeres dakotas en un barco de
vapor en el puerto de St. Paul, Minnesota, la madrugada del 4 de mayo de 1863.
En la barriga de otra embarcación, fuertemente encadenados y algunos con
capuchas, encerró a 547 indígenas varones adultos, que ni siquiera habían
participado en la rebelión. Todo era parte de un plan, autorizado en
Washington, para moverlos a dos campos de concentración en Crow Creek, Dakota
del Sur. Luego de navegar 1,285 kilómetros por los ríos Mississippi y Missouri
arribaron a una estación de tren del ejército de Estados Unidos en que fueron
colocados, siempre separando a los varones de sus familiares, en vagones de
carga de la época. El viaje duró más de un mes. Arribaron a Crow Creek el 11 de
junio de 1863. Allí los esperaba una sorpresa mayor y más cruel.
Aún hoy, Crow Creek es tierra de nadie, un paraje seco e inhóspito. El suelo es
miserable, nunca llueve y no hay otros animales oriundos, que no sean los
lagartos enormes y las serpientes cascabel. Por cientos y cientos de kilómetros
solo hay praderas secas y estériles, inservibles para los cultivos. No hay
lagos y no hay árboles. El agua subterránea brota en algunas partes, pero es
tan alcalina que no se puede usar ni para las bestias. No hay frutas ni
tubérculos comestibles. Pero fue allí que Wasichu decidió encarcelar a los
dakotas. Debilitados por la dureza del viaje y las súbitas epidemias, los niños
y ancianos sioux comenzaron a morir en grandes números, tres a cuatro por día.
Para fines del verano, las muertes llegaron a más de trescientas. Las praderas
se llenaron de tumbas, que los propios dakotas eran obligados a cavar. Las familias
nunca volvieron a reencontrarse en este mundo.
Después del 11 de junio de 1863, continuaron llegando, semana tras semanas,
vagones de ferrocarriles cargados de indígenas de Mni Sota Makoce, fueran o no
rebeldes y fueran o no dakotas. Todos se tenían que ir, hasta los ojibwes,
aliados de los blancos y enemigos de los sioux desde la época de la guerra en
contra de Inglaterra. Miles de indígenas winnebagos, que probablemente ni se
habían enterado de la rebelión, fueron encarcelados en los campos de concentración
de Crow Creek.
Para alimentar a esta masa de prisioneros inocentes, el Ejército distribuyó al
principio cantidades racionadas de harina y carne de cerdo podrida. Eran las
rebuscallas y desechos que no servían para alimentar a las tropas federales peleando
contra el sur esclavista. El 2 de diciembre de 1863, llegó el último cargamento
de comida antes del invierno. Una caravana de carretas tiradas por bueyes
arribó con más sacos de harina vieja y con carnes putrefactas. En un acto de
misericordia, los militares estadounidenses permitieron que se mataran a los
bueyes –enflaquecidos por la labor de tirar de carretones por más de 500
kilómetros sin casi nada que comer– y se guardara la carne en la nieve, para
así tener comida para distribuir en la primavera y el verano de 1864.
Conscientes de que nunca habrían de volver a ver a sus familiares, muchos
prisioneros indígenas comenzaron a adoptar la versión escrita del lenguaje
dakota recién inventada por los misioneros con el propósito de
«evangelizarlos». Mujeres y varones adultos escribieron a puño y letra cientos
de cartas en las cuales describieron la penuria en Crow Creek, particularmente
el castigo horrendo de haber sido separados de sus familiares queridos, de por
vida. La mayor parte de las epístolas nunca llegó a los destinatarios. El
ejército de Estados Unidos las declaró comunicaciones entre enemigos de la
nación en guerra. Algunos misioneros, quizás motivados por la curiosidad,
optaron por acumularlas a escondidas de los militares. En 2014 fueron traducidas
algunas 150 del dakota escrito al inglés. Leerlas no es fácil. Aún hoy, siglo y
medio después de la rebelión sioux de 1862, no dejan de comunicarnos el
terrible dolor de familias completamente destrozadas por la brutalidad de
Wasichu. Pero también nos dan una visión privilegiada del poder de la fortaleza
humana y de la cultura dakota en las condiciones más adversas.
Un aspecto central de la conquista y genocidio fue precisamente el
endeudamiento progresivo de los pueblos originarios, como resultado de la
manipulación por los comerciantes y banqueros, según señala Francis Paul
Prucha, en su importante libroAmerican Indian Treaties: The History of a
Political Anomaly. Debido a la tardanza de la llegada del Wasichu a
las Grandes Llanuras, la nación Dakota no se enteró a tiempo de la marcha
genocida de los colonizadores euroamericanos por toda América del Norte. Lo
acontecido en Mni Sota Makoce entre 1851 y 1863 fue tan solo una de las
instancias en que se utilizó el sistema de tratados y la deuda como
instrumentos del robo de tierra y explotación económica de la población
indígena.
Destruido su modo de vida, los indígenas cayeron en las garras de los
mercaderes y financieros inescrupulosos. Cierto es que la preponderancia
militar de Estados Unidos jugó el papel principal en todo este proceso de
avasallamiento racista. Pero en la medida en que los pueblos indígenas lograron
desarrollar una resistencia efectiva ante el avance de los colonizadores, estos
últimos recurrieron a la firma de tratados engañosos para imponerse económica,
política y socialmente. Por un lado, el Gobierno Federal reconoció en los
acuerdos un cierto grado de «soberanía» de las comunidades indias, pero por el
otro, estableció sobre ellas un régimen de naturaleza opresiva y colonial. Se
les otorgó a los indígenas el derecho a sancionar expresamente el genocidio de
que fueron víctimas. Pero este supuesto derecho vino a encubrir un aterrador
genocidio económico, social y cultural. Fue, pues, con los pueblos originarios
de América del Norte que se inauguró formalmente la historia imperialista de
Estados Unidos, con su liberalismo hipócrita.
RESPUESTA DEL IMPERIO AL RECLAMO DE DEFINICIÓN DE ESTATUS
Dos años después de aprobada el Acta de Remoción Indígena (1830),
la Corte Suprema de Estados Unidos, en el casoWorcester v. Georgia,
hilvanó la ficción jurídica de «naciones internas dependientes», para
conceptualizar el sistema de tratados que vendría a demoler a más de 300
naciones indígenas dentro de las fronteras del imperio. Entre 1832 y 1871,
cuando se firmó el último pacto, cientos de millones de dólares en monedas de
oro puro pasaron de manos de los indígenas a manos de los comerciantes y
banqueros blancos, en supuesto saldo de deudas vencidas. Es decir, los llamados
tratados o convenios con la población indígena fueron una palanca poderosa de
lo que Marx llamó la acumulación originaria de capital que, en todos lados,
precedió al reino del capital industrial y los monopolios. La deuda de los
pueblos originarios, en su mayoría conformada de créditos ficticios, alimentó
la riqueza de gigantescas fortunas mercantiles y bancarias en Nueva York,
Chicago y Boston. También benefició, en su tiempo, a los estados esclavistas
del sur. ¿Cómo es posible que cientos de «naciones internas dependientes», que
cedieron contractualmente la friolera de un millardo de acres de terrenos al
Gobierno Federal terminaran empobrecidas y con deudas impagables? Algunas de
ellas organizaron incluso convenciones constituyentes y solicitaron convertirse
en estados de la nación norteamericana, buscando preservar sus tierras y
escapar al yugo de la deuda con los capitalistas blancos. Pero, en todas las
instancias, la Corte Suprema les bloqueó el reclamo de status igualitario. Las
que buscaron afirmar su independencia territorial y rechazaron el pago forzado
de la deuda, como los comanches, apaches y sioux– fueron brutalmente
reprimidas. Los pueblos originarios de América del Norte serían «naciones
internas dependientes» o no serían nada. Peor aún, el 5 de enero de 1903, en el
caso Lone Wolf v. Hitchcock, la Corte Suprema de Estados Unidos
puso fin a toda apariencia de soberanía de las naciones indígenas, declarando
el poder plenario del Congreso sobre todo lo relacionado con ellas. En
adelante, el organismo federal tendría la potestad de pasar leyes unilateral e
incuestionablemente, incluyendo legislación abrogando porciones de los tratados
del siglo XIX. Los pueblos originarios de América del Norte perdieron así hasta
el derecho de consentir formalmente al coloniaje. Muerto el status de «naciones
internas dependientes», competentes para negociar con el imperio; florecieron
las reservaciones en campos de concentración.
Quizás como un augurio, el gran juego de takapsicapi del 13 de julio de 1852 no
concluyó de manera pacífica. Algunas de las bandas, rompiendo con la regla
milenaria de no alimentar el rencor en el campo de la competencia, se
enfrascaron en una agria reyerta por desavenencias relacionadas con las
apuestas. La avaricia entró en el corazón de la gente. Iktome lo había
anunciado, muchas lunas atrás. La llegada de Wasichu habría de significar el
ocaso cultural y social de los pueblos originarios de las Praderas del Norte. Y
así fue. Tan solo una década después de la competencia en honor a los acuerdos
con Wasichu, los dakotas dejaron de existir como una civilización independiente
en Mni Sota Makoce. Takapsicapi, el juego dakota de palo y bola nunca se volvió
a jugar en la confluencia de los ríos Haha Wakpa y Mni Sota Wakpa. Tampoco se
ha vuelto a jugar en ningún rincón de Mni Sota Makoce, el lugar en que los
lagos reflejan cristalinamente el azul de los cielos y que dio vida, hasta
llegar el Wasichu, a Wicanhpi Oyate, el pueblo que descendió de las estrellas…
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Rebelión ha publicado este artículo con
el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su
libertad para publicarlo en otras fuentes.
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