Por Luis Toledo Sande
Si se piensa en la historia de la humanidad, decir que una nación se formó en guerras no aclara quizás mucho, pues tal ha sido el camino por donde ha marchado de una manera o de otra la generalidad del mundo. Pero si se dice que un pueblo se fraguó en luchas por su liberación, y no arrastrado por fuerzas opresoras, la idea alcanza una precisión mucho mayor. Ese es el caso de Cuba. De ahí el significado que para ella tienen sus símbolos patrios, que se han fijado al calor de sus luchas por la independencia, y en el siglo XX se afincaron en el enfrentamiento al imperialismo, que frustró el triunfo independentista y, a los gobiernos vernáculos que actuaron como lacayos del poder foráneo y entronizaron la corrupción y en general las peores herencias de la colonia, aparte de enlutar a la nación, sobre todo en el caso de la tiranía machadista y de la batistiana.
En países regidos por intereses opresivos la población se ha visto asiduamente llevada por la realidad a ver los símbolos nacionales como propios de poderes que no la representan, cuando no de fuerzas que la avasallan y contra las cuales ella debe luchar. A Cuba —como a otros pueblos que han transitado caminos similares, aunque este artículo se centra en ella— la han movido las luchas por su emancipación y el afán de construir un modelo justiciero de sociedad. Eso explica la actitud, como de mística revolucionaria y combativa, ante el escudo, la bandera y el Himno Nacional.
“Ella es sencilla […]/ pero si siente de la patria el grito/ todo lo deja, todo lo quema,/ ese es su lema, su religión”, escribió Sindo Garay de la mujer bayamesa en la canción que le dedicó. Pudo haber hablado en general de la mujer cubana, pero la de Bayamo devino símbolo de la nación, por su papel, junto a los hombres, en la revolución independentista iniciada el 10 de octubre de 1868. Ese papel se reafirmó el 20 del mismo mes, cuando los mambises entraron victoriosamente en aquella ciudad, y el 11 de enero de 1869, cuando sus pobladores la quemaron antes que dejarla caer en poder del ejército español.
Junto con la historia de aquellos hechos, el trovador tenía de su lado el Himno Nacional, en cuyo llamado a los bayameses para que corriesen al combate, se ha sentido representado todo el pueblo de Cuba. Desde la Revolución Francesa, mientras no llegaron los estancamientos políticos e ideológicos que detuvieron o convirtieron en cosa del pasado sus ímpetus emancipadores, los revolucionarios y progresistas de toda Francia podían sentirse representados en La marsellesa, que, escrita en 1792, devino más tarde himno oficial de una nación cuyos rumbos son conocidos. Los patriotas cubanos protagonistas del estallido del 68, o vinculados con él, no fueron una excepción: en ese espíritu quisieron tener La bayamesa , como se tituló inicialmente el que se convertiría en Himno Nacional.
Cubanos y cubanas se han educado, generación tras generación, en el respeto a su Himno, a su bandera y a su escudo. El primero de ellos es el tema central del presente artículo, escrito en la proximidad del Día de la Cultura Cubana, que desde 1980 se celebra cada 20 de octubre, con lo cual se perpetúa en la memoria la fecha de 1868 en la cual se interpretó por primera vez, en el Bayamo tomado por los patriotas rebeldes, la letra de La bayamesa , cuya música se había estrenado antes, en la misma ciudad, en una festividad religiosa pública.
Aunque tenga aire de leyenda el relato según el cual lo escribió sentado en la silla de su cabalgadura de combatiente el día del estreno, el texto La bayamesa es también obra de Perucho Figueredo, como la música. Ambos integran desde aquel 20 de octubre una unidad que ha enardecido al pueblo cubano en la defensa de la libertad y la justicia, tanto en la guerra como en la paz. No han sido pocos los combatientes, hombres y mujeres, que han muerto heroicamente en esa defensa. El Himno proclama que “morir por la patria es vivir”, pero su espíritu no termina en su valor para la lucha armada: abona el valor requerido para la acción en la cotidianidad.
Por eso es legítima y necesaria la existencia de normas que regulen —al igual que en el caso de la bandera y el escudo— los modos de usar el Himno. En el centro de esas normas se halla la Ley No. 42 de 1983, De los símbolos nacionales . Pero no todo se reduce a ella, que, dirigida a fomentar el respeto en torno a dichos símbolos, tampoco tiene por qué generar parálisis en torno a ellos: la veneración deja de cumplir su cometido plenamente si no la acompaña de modo natural la relación afectiva con lo respetado. La propia Ley pudiera ser objeto de revisión o replanteo siempre que sea de veras necesario.
Vendría bien, por ejemplo, saber en qué se fundamenta la aseveración, hecha en ese documento, de que al escudo lo orlan un ramo de laurel y otro de encina. Desde la infancia nos acostumbramos a leer y oír que son respectivamente uno de laurel, símbolo de la victoria, y otro de olivo, representación de la paz. ¿Tiene la encina igual significado que el olivo? ¿Son símbolos intercambiables en la heráldica?
En el caso del Himno, ¿sería desdeñable que legalmente, y desde ese camino en el quehacer educacional y por medio de la divulgación necesaria, se fijara una letra que empiece por ser gramaticalmente correcta? Ello sería de gran valor en sí mismo, y por la importancia de que niñas y niños no encuentren en ese documento, resumen de ideales, ninguna validación de incorrecciones, por menudas que estas sean o se considere que son. No se trata de divulgar, como en un museo, la copia de un facsímil, sino de acuñar en la vida, del mejor modo posible, un texto que ha sufrido modificaciones a lo largo de su historia, empezando por la supresión de una buena parte de él, así como en la música se introdujeron modificaciones para atenuar el propósito original de rendirle homenaje a La marsellesa por la vía de la herencia sonora.
Modificaciones textuales y melódicas han dado por fruto una pieza ágil, de contundente brevedad y de musicalidad electrizante. Una letra canónica incluso por la puntuación propiciaría, para empezar, que los primeros versos dijeran: “Al combate corred, bayameses,/ que la patria os contempla orgullosa”. De ese modo el gentilicio bayameses cumpliría debidamente su papel de vocativo. Algo similar ocurriría con el último verso, en el cual lo más razonable es percibir en valientes un adjetivo en función sustantiva, como vocativo intercambiable con bayameses , de acuerdo con el contexto.
Así el verso sería: “¡A las armas, valientes, corred!”, con las comas que no tiene en las versiones conocidas. Puesto que la valentía no es virtud propia de las armas, sino de quienes las empuñan, otra opción sería atribuir a valientes función adverbial y, por tanto, no indicaría el carácter de los patriotas llamados a la lucha, sino el modo como deben correr a ella, y en ese caso se justificaría la ausencia de las comas; pero no parece lo más probable.
Ajustes gramaticales necesarios son apenas un ejemplo de la inconveniencia de generar parálisis con respecto a símbolos que deben combinar solemnidad y vida, como una obra emotiva y respetuosa queHubert de Blanck aportó a la música cubana: Paráfrasis para piano compuesta alrededor del Himno. Sería contraproducente frenar en la ciudadanía la relación personal con el Himno y con los otros símbolos nacionales y reducirla a lo estrictamente protocolar o marcial.
En ningún caso se trata de menoscabar el sentido, místico si se quiere, que debe rodear a símbolos cuyo valor convocante, incluso para el sacrificio en el combate, debe preservarse con veneración para cuando sea necesario. Que nos entusiasme o hasta enardezca ver grandes cantidades de banderas en desfiles y otros actos patrióticos y revolucionarios, no borra luego el mal sabor que deja ver gran número de ellas revueltas con la basura. Si no hay manera de utilizar banderas que puedan ser, también en lo material, objeto del debido cuidado, y conservar la debida dignidad incluso en ese plano, ¿no sería preferible reducir la cifra empleada y priorizar la calidad?
Pero tal vez las mayores expresiones de irrespeto, o de respeto insuficiente, se observan hoy en lo tocante al Himno, cuya correcta interpretación de viva voz, no solo la profesional grabada por coros y orquestas, debería cultivarse más asiduamente. Cabría compararse ese ideal con lo que opera en las oraciones de carácter religioso cuando, en lugar de recibirse solamente por el oído, pasan por la vibración personal, por la fonación propia de cada feligrés: por su cuerpo. Cada vez es más fácil ver que en un acto —multitudinario o modesto—, a la hora del Himno hay personas que no adoptan la debida actitud de atención.
No se pretende agotar aquí esa realidad con un ejemplo aislado, como el que se pudo ver en el estadio Latinoamericano, en la ceremonia que daría comienzo a una serie de juegos entre un equipo visitante —de una nación no precisamente célebre por fomentar entre sus ciudadanos un verdadero patriotismo— y uno cubano. Sin hablar de lo que pudo apreciarse en el público, los peloteros foráneos mantuvieron una postura adecuada ante el Himno Nacional de su país y ante el de Cuba; pero entre los integrantes del equipo anfitrión no fue unánime esa conducta ante ninguno de los dos.
El comportamiento necesario en este asunto no es cosa que pueda hacerse depender de imposiciones solamente, ni en lo fundamental. Un papel primordial corresponde a la educación, no solo a la que se debe cultivar en la escuela, sino a esa otra, vital, decisiva, que se debe desarrollar desde la cuna por todos los medios posibles, con todos los recursos de la sociedad, incluida en ella, como célula básica, la familia. En el fondo es también una cuestión profundamente cultural, que no debe confundirse con la mera instrucción, aunque esta desempeña un papel nutricio decisivo para la cultura a nivel de la sociedad y en el plano personal de cada quien.
La indispensable labor educativa y cultural ha de formar ciudadanos que se desempeñen correctamente en la sociedad, con una conducta que de modo integral encarne valores, principios, normas e ideales de utilidad y perfeccionamiento humanos. En una colectividad en que se quebrante la disciplina y prosperen la grosería y actitudes chabacanas en general, ni los símbolos más sagrados escapan a los efectos indeseables de esa realidad.
Una adecuada formación cultural podría contribuir a que no se convirtiera en artículo de moda una bandera determinada, sea la británica o la de cualquier otra nación. No solo se debe respetar la bandera propia, sino también las ajenas, que no tienen por qué parar en adorno de prendas de calzar o vestir. Pero la invasión de banderas de otros países ¿a qué conduce, qué favorece? Mención aparte merece la de los Estados Unidos, ante la cual no cabe ingenuidad posible: debe respetarse como representación de ciudadanos honrados de ese país, pero es también el símbolo de una nación imperial cuyo gobierno ha sido y es violentamente hostil contra Cuba. No aboguemos por prohibiciones, sino, en primer lugar, por el valor de las convicciones propias, y por la utilidad de la persuasión.
La historia de Cuba, vista no solamente como cosa del pasado, sino en las implicaciones que tiene en la vida de su población hoy, debería ser suficiente para estar advertidos sobre hechos y perspectivas raigales. Unos y otras tienen su fuente mayor en la vida, y a ella sirven. Son necesarios para una buena orientación en ella. Se asumen de manera recta y fértil cuando se entienden y se abrazan como algo decisivamente cultural.
Como este artículo saluda el Día de la Cultura Cubana, no será ocioso recordar que, lejos de agotarse en lo estrechamente gremial, la cultura, tanto a nivel planetario como en una comunidad determinada —un país, por ejemplo—, es la obra de los seres humanos. Junto con elementos materiales e informativos la integran también, señaladamente, las normas de conducta, el modo de relacionarse las personas entre sí y fomentar valores y normas insoslayables para el buen funcionamiento colectivo.
Reitérese que en Cuba la formación de la nacionalidad pasó por la lucha armada necesaria en busca de la emancipación y la justicia, y esa historia tiene un día bautismal: el 10 de octubre de 1868. Ese hito —que no es ni debe ser de mero asueto— está marcado por el alzamiento fundador que tuvo lugar en 1868, y tuvo continuidad de profunda significación cultural el 20 de ese mes con el conocimiento público de la letra del Himno.
Es justo celebrar en honor de esa efeméride el Día de la Cultura Cubana, pero es necesario impedir que el 10 acabe reducido a un día de asueto. En esa historia, si la bandera es mucho más que tela, formas y colores, el escudo no es el simple remedo emblemático de un arma antigua y el Himno Nacional es mucho más que palabras y música. Debemos cuidarlos.
(Tomado de Cubarte)
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