Es difícil encontrar carta tan triste para los cubanos como esa. El vacío que causara su partida entre el pueblo que ya era suyo, más allá del sentimiento confuso y desgarrador de quien ve marcharse a un ídolo, traía también la certeza feliz de que otras tierras del mundo recibirían el concurso de sus modestos esfuerzos.
Entonces partió a liberar más mundo. Porque solo se forjaría una nueva sociedad cuando el cambio fuera de todos. Él sería parte de esa historia. Se convertía en la confirmación de que el Che era un eterno revolucionario.
No se le podía pedir su renuncia a la lucha. Cierto es que se le quería aquí, protagonista en el perfeccionamiento de la naciente historia. Pero el Che se parecía solo a él. Y pretender que prolongara su estancia era como pedirle conformidad con un fragmento de la Revolución. Él la quería toda. Había cumplido su deber en estas tierras. Este era momento para despedirse y hacer más.
Aquí quedaba la guía para formar al hombre nuevo. Existía al frente de la profunda transformación cultural y social tan necesaria, ese amigo suyo llamado Fidel (que le sueña vivo porque nunca se ha acostumbrado a su ausencia).
La responsabilidad de Fidel al frente de Cuba era suficiente. El Che estaba consciente de ello. Sabía que era la hora de separarse de ese hombre del que aprendió a apreciar peligros y principios. Dejaba en Cuba la pureza de esas primeras ansias revolucionarias. Pero «el más sagrado de los deberes» lo llevaba a seguir en esa pelea eterna contra el imperialismo.
Y, como dijo Fidel, había que respetar la libertad de ese que iba a empuñar un fusil contra los grilletes de la esclavitud. El orgullo de saberlo cubano de convicción era buen motivo para dejarlo partir.
Bajo otros cielos llegó su hora definitiva. Pero Ernesto Guevara era hombre de palabra. Como escribió y se hizo público ese 3 de octubre de 1965, su último pensamiento habrá sido para Cuba.
En medio de la conmoción de sus letras, leídas por Fidel, se hacía también ese día otra parte de la historia. Adquiría nombre definitivo el Partido de la unidad de los revolucionarios cubanos. El teatro Chaplin respondía ¡comunista! a la interrogación del Comandante sobre la designación que correspondía a esta organización guía, de acuerdo con lo que era y llegaría a ser.
El primer Comité Central se dio a conocer en aquella ocasión, liderados sus cien miembros por Fidel y Raúl como Primero y Segundo secretarios, respectivamente. El diario Granma veía la luz y tendría su inaugural edición al día siguiente.
Ya era Cuba ese «santuario de los revolucionarios del continente» que señaló Fidel en su discurso. Ese lugar donde la palabra comunista honraba y no significaba la ofensa en que la pretendían convertir los imperialistas. «Y dentro de cien años no habrá honra mayor, ni habrá nada más natural y lógico que llamarse comunistas», afirmaba el líder histórico de la Revolución.
No ha pasado todavía ese siglo vaticinado. Pero muchas palabras de aquel 3 de octubre 48 años atrás, se han convertido en apotegmas que ennoblecen. Y en la convicción de que la historia está a favor de quienes creen en las revoluciones.
«Sabemos la transitoriedad de los problemas. Y los problemas pasan, los pueblos perduran; los hombres pasan, los pueblos quedan; las direcciones pasan, las revoluciones persisten... ¡Hemos aprendido a escribir la historia, y la continuaremos escribiendo!».
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